Miguel Ángel Ruiz

Mi padre apareció con el camión el último a la planta de hormigón como era costumbre ese viernes, aparcando el que era el sustento de toda la familia en ese año de 1998. Llevábamos varios minutos esperando a la finalización de la jornada de mi padre, teniendo reserva en un restaurante para la cena, pero esa mesa nunca fue pisada por nosotros por los acontecimientos que ocurrieron por la buena idea que tuvo mi padre.
Ya se había bajado del camión y abrimos la puerta del Ford sierra 1.8D que teníamos en aquel entonces, junto a un Seat panda que esa tarde no estuvo allí. La idea de mi padre resurgió de su mente y la dijo en voz alta.

– Nene, ven y siéntate aquí al volante.

–  ¿Estás seguro niño? – dijo mi madre con esa expresión en su mirada.

–  Tiene ocho años, yo con su edad ya conducía tractores.

– Pero es que…

– No te preocupes Mariquilla, que estamos en un descampado.

Era la forma cariñosa de llamar mi padre a mi madre. Su nombre era María, pero ese apodo era muy común por mi padre. Sin embargo mi madre usaba apodos cariñosos, pero jamás modificó su nombre: Manuel. El descampado que hacía referencia mi padre era la propia planta de hormigón, teniendo una importante parte de esa parcela libre de obstáculos para que los camiones pudiesen maniobrar en su interior.

El Ford Sierra estaba aparcado junto a los camiones, en la parte derecha de la parcela que daba a una inmensa avenida. Enfrente había una hilera de grandes y robustos árboles que hacía de muralla del estacionamiento, como un inmenso muro de madera y raíces; detrás de ese muro había dos casetas de obras metálicas donde estaba el operario que manejaba toda la automatizada maquinaria.

– Venga, móntate, no tengas miedo.

Con la ilusión impregnada en mis ojos me monté en ese asiento que había conducido varias veces en las carreteras imaginarias de mi imaginación: una ilusión que solo puede reflejar la mirada de un niño al no perder aún su inocencia al no conocer el mundo adulto. Mi padre se sentó en el asiento del copiloto, y mi madre y mi hermana pequeña se sentaron en los asientos traseros, siendo espectadoras de mi primera conducción fuera de los límites de mi imaginación como escritor.

– Pisa el embrague – me dijo mi padre. No necesitaba decirme cual era; conocía a la perfección los tres pedales. – Voy a meter marcha atrás, y cuando estés fuera de los camiones darás un par de vueltas por la planta.

Hice caso a mi padre, deslizando mi cuerpo unos centímetros por el asiento del conductor al no llegar hasta el fondo. Mi padre metió la marcha.

– Ahora suelta el embrague poco a poco y deja que el coche vaya hacia atrás solo.

– Vale papá – dije aún con esa inocencia en mi mirada.

Pero la inocencia dio paso a la inconsciencia, recreando los movimientos de pies que veía en las carreras de F1 o en las películas de persecuciones policiales. Solté de golpe el embrague y mi pie estrangulo sin piedad el acelerador del motor 1.8D de 75CV, impulsando su chasis en el sentido contrario donde mi padre había predicho.

– ¡Para, para! – gritaba mi padre al ver como se había equivocado de marcha, metiendo primera en vez de marcha atrás. Era una de esas cajas de cambio que la marcha atrás tiene el sincronizador cercano a la primera velocidad.

Pero mi entusiasmo estaba por encima de todo, dejando mi pie que siguiese estrangulando el acelerador esos pocos metros que avancé hasta que el Ford sierra se detuvo al estrellarse contra la caseta de obra donde ya no estaba el operario a esas horas.

– ¡Qué has hecho! – solo pude mirar un segundo a mi padre, nada más. Todas esas emociones desaparecieron para dar paso a un estremecedor terror donde la imagen de mi padre se nubló y dio paso al mayor monstruo que había dado la literatura, gritando de esa manera con la cara desencajada mientras movía sus brazos como si fuese el mismísimo Godzilla destruyendo la ciudad. Abrí la puerta del conductor y mis pies se derritieron con mi calzado un una furtiva huida donde escapaban de ese ser monstruoso que se había convertido mi padre. No recuerdo donde me escondí, pero si recuerdo las repetitivas palabras de mi madre:

– ¡Nene sal, que tu padre no te va hacer nada!

Tampoco recuerdo el tiempo exacto que estuve escondido, pero según palabras de mi madre superó la hora y media. Al transcurrir ese tiempo, salí de mi escondite, rondando la alambrada de la planta mientras veía a mi padre al otro lado, donde ya no estaba estrellado el Ford.

– ¡No, que papá me va a pegar! —no hay mayor miedo para un niño que la imagen de un padre en ese estado cólera.

– No, no te va hacer nada —me decía detrás de la vaya con dulzura en sus palabras, como un deberá hablar un preso con su madre detrás de la valla al no mirar el funcionario de prisiones.

Finalmente crucé la valla acompañado de mi madre, ese ángel de la aguarda, que me llevó hasta donde estaba mi padre que aceptó la culpa de todo lo acontecido… pero el dinero que recaudé de mi primera comunión lo gastaría en la reparación del coche. A día de hoy ese destrozo sigue siendo visible en esa planta de hormigón y jamás vi las 80.000 pesetas que me dieron en mi comunión.